Descripción
Me despierto con un sueño fresco, recién sacado de las sábanas: andaba yo de puesto en puesto por el mercado de los martes. Y me encontré un tenderete con su sombraje blanco. Una mesa de madera con una caja que en su tapa decía: Muerte en venta. Me paré a preguntar al hombre el precio de lo que vendía. Y al mirarle la cara, descubrí que aquel hombre era un antiguo compañero de faenas de mi juventud como recolector de fruta de la Conservera de la que hoy soy oficinista.
Mientras me aseo hago memoria de la identidad del vendedor de cadáveres del sueño. Tenía las manos grandes, de brazos velludos, pelo negro, gitano de pura cepa, alegre, bebedor y amante del boxeo. Cada equis días iba a vender su vida o su muerte. Al vampiro, me decía que iba a vender su sangre. Le daban unos cuantos duros por un cuartillo del río negro y bullicioso de sus venas. Y luego, me invitaba a la taberna; y a su salud, o a su muerte, los dos brindábamos como hermanos, no de sangre, sino de fiesta, vino y trabajo. Y por su muerte que a plazos poco a poco vendía, bebíamos hasta las tantas entre parrafadas y filosofías. Porque no era analfabeto mi amigo el Lustre, que así se llamaba. Su padre era el limpiabotas oficial del Casino de Azulada. Tal vez por ello a mi amigo le quedara el rescoldo ilustrado de aquellos gordinflones jubilados que ponían en primavera sus eméritas barrigas, ranas a solear, sentados frente a las cristaleras de aquella emblemática fachada de la calle más cursi de la ciudad. Y así entre chato y chato, y un guardia civil de tapa, mi amigo, el hijo del Lustre, me cantaba por peteneras:
Amigo mío, que sepas,
que las venas como el vino,
son de la muerte el camino,
billete de ida y sin vuelta.
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